Soy un hijo de la publicidad y a la más mínima salto como un resorte cuando me preguntan en un restaurante: ¿ y de postre? Pues de postre flan de huevo y leche, aunque luego me reconducen los otros comensales y me tiran de la rienda para acercarme el hocico a la maravilla del helado deconstruido; es decir que tiene el frío por un lado, el azúcar se intuye por otro y el barquillo te lo dan en una bolsa de color plata envasado al vacío;
Creo que esta modernidad de poner los postres con la cadena del ADN al aire es algo que le quita a los postres su principal bastión que no es otra que la de ser la guinda de la tarta y que detrás del último no hay nadie, salvo el puro y la copa de cazalla, aunque como ya tampoco se puede fumar ni beber en los sitios públicos el postre con teja de canela es lo que hay para aguantar la sobremesa.
El flanin de toda la vida ha desaparecido y el bizcocho borrachuelo es ahora una suerte de alquimia panificada con levadura chipriota ligada con esencia de flores de enebros traídos desde el fondo más negro de la selva negra y cuyas maderas sirvieron para fabricar robustos relojes de cuco.
Antes la gente se reservaba para los postres que eran lo mejor de la comida y pasaban de las carnes; que ahora llaman presas; de los suculentos pescados asados a traición, por la espalda y se relamían esperando la cascada de azúcares, anises, almendrados y ralladuras de limones y naranjas y se encuentran naufragando en enormes mares de cerámica blanca en los que se han convertido los pequeños y pizpiretos platos de postre. Al igual que las cucharillas y tenedorcillos que ahora son refulgentes piezas de latón bruñido que sirven para remar en los lechos de jengibre trufado con productos del bosque de parque natural 100% y te ofrecen una suerte de miniatura con reminiscencias árabes con recuerdo en paladar de avellana, regusto a corteza de palmera datilera y que provoca regüeldo con aromas de ron de caña y rescoldo con sutiles y ambarinos reflujos que apenas se convierten en eructo.
Así que el pijama se ha quedado desfasado y el melocotón en almíbar ya solo se pone en los menús de los sanatorios. Y es que algunos postres ojalá fueron un pestiño.
Creo que esta modernidad de poner los postres con la cadena del ADN al aire es algo que le quita a los postres su principal bastión que no es otra que la de ser la guinda de la tarta y que detrás del último no hay nadie, salvo el puro y la copa de cazalla, aunque como ya tampoco se puede fumar ni beber en los sitios públicos el postre con teja de canela es lo que hay para aguantar la sobremesa.
El flanin de toda la vida ha desaparecido y el bizcocho borrachuelo es ahora una suerte de alquimia panificada con levadura chipriota ligada con esencia de flores de enebros traídos desde el fondo más negro de la selva negra y cuyas maderas sirvieron para fabricar robustos relojes de cuco.
Antes la gente se reservaba para los postres que eran lo mejor de la comida y pasaban de las carnes; que ahora llaman presas; de los suculentos pescados asados a traición, por la espalda y se relamían esperando la cascada de azúcares, anises, almendrados y ralladuras de limones y naranjas y se encuentran naufragando en enormes mares de cerámica blanca en los que se han convertido los pequeños y pizpiretos platos de postre. Al igual que las cucharillas y tenedorcillos que ahora son refulgentes piezas de latón bruñido que sirven para remar en los lechos de jengibre trufado con productos del bosque de parque natural 100% y te ofrecen una suerte de miniatura con reminiscencias árabes con recuerdo en paladar de avellana, regusto a corteza de palmera datilera y que provoca regüeldo con aromas de ron de caña y rescoldo con sutiles y ambarinos reflujos que apenas se convierten en eructo.
Así que el pijama se ha quedado desfasado y el melocotón en almíbar ya solo se pone en los menús de los sanatorios. Y es que algunos postres ojalá fueron un pestiño.
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