Soy un tipo de interior, con la costa muy alejada y al que el acantilado le pilla muy lejos y para mi la playa es un lugar de desembarco, no de echar el ancla. Tardé mucho en ver el mar pero si había oído hablar de él y lo que contaban eran asuntos de galeones, corbetas, profundos abismos habitados por el kraken, de rincones llenos de sargazos, repleto de resoplidos de ballenas blancas, de islas misteriosas y bajeles, y trirremes, y juncos, y goletas y tipos de tez quemada por el salitre con las orejas perforadas con aros de oro, patas de palo y garfios en lugar de manos.
Como les decía tardé mucho en ir a ver el mar por que me fui acostumbrando a la feracidad de las costas africanas con comodoros de 15 años y jugando a los grumetes con los hijos del Capitán Grant. Compartí litera con Arthur Gordon Pym y me asomé al vértice del Maelstrom y lancé mensajes en una botella vacía de Pernaud para Thor Heyerdal que vagaba por ahí con La KonTiki buscando la ruta de la totora entre las costas sudamericanas y la Polinesia. Me contaron que en la fosa de las marianas hasta el propio Everest perdería pié e imaginé pesados batiscafos soportando la presión de miles de atmósferas en una oscuridad animada por los cambiantes anzuelos luminosos de los peces abisales. Me hablaron de la dulce voz de las sirenas, del atractivo de la isla de Safo, de la cólera de Poseidón y de la arrogancia de un tal Jasón con su grupo de Argonautas.
Así que tantas y tantas cosas que contaban del mar que yo iba demorando bajarme a la costa y asomarme a tan prodigioso lugar mientras coleccionaba palabras como salitre, barlovento, escorar, eslora, pasar por la quilla, largar el foque, arriar la cangreja, fondear y naufragar… así hasta que un día me descolgué por el palo mayor de la nacional IV y me tope con el Mare Nostrum hediendo a crema bronceadora, con pescadores reconvertidos en hosteleros, lobos de mar alquilando pedalones y sirenas domesticadas haciendo bailar un balón de Nivea en la punta del hocico. Pero lo peor fue cuando el Capitán Nemo me ofreció en alquiler una colchoneta fabricada con los restos del Nautilus.
A veces creo que todavía no he visto el mar.
Como les decía tardé mucho en ir a ver el mar por que me fui acostumbrando a la feracidad de las costas africanas con comodoros de 15 años y jugando a los grumetes con los hijos del Capitán Grant. Compartí litera con Arthur Gordon Pym y me asomé al vértice del Maelstrom y lancé mensajes en una botella vacía de Pernaud para Thor Heyerdal que vagaba por ahí con La KonTiki buscando la ruta de la totora entre las costas sudamericanas y la Polinesia. Me contaron que en la fosa de las marianas hasta el propio Everest perdería pié e imaginé pesados batiscafos soportando la presión de miles de atmósferas en una oscuridad animada por los cambiantes anzuelos luminosos de los peces abisales. Me hablaron de la dulce voz de las sirenas, del atractivo de la isla de Safo, de la cólera de Poseidón y de la arrogancia de un tal Jasón con su grupo de Argonautas.
Así que tantas y tantas cosas que contaban del mar que yo iba demorando bajarme a la costa y asomarme a tan prodigioso lugar mientras coleccionaba palabras como salitre, barlovento, escorar, eslora, pasar por la quilla, largar el foque, arriar la cangreja, fondear y naufragar… así hasta que un día me descolgué por el palo mayor de la nacional IV y me tope con el Mare Nostrum hediendo a crema bronceadora, con pescadores reconvertidos en hosteleros, lobos de mar alquilando pedalones y sirenas domesticadas haciendo bailar un balón de Nivea en la punta del hocico. Pero lo peor fue cuando el Capitán Nemo me ofreció en alquiler una colchoneta fabricada con los restos del Nautilus.
A veces creo que todavía no he visto el mar.
Comentarios