A
lo largo de las últimas semanas se está produciendo un fenómeno curioso. Basta
con poner atención para percibir el latido vital de nuestros pueblos y
ciudades. Abran sus balcones y ventanas y oirán lo que siempre pasaba y que no
percibíamos. El encierro al que estamos sometidos los ciudadanos y a la
parálisis obligada de sus herramientas y mecanismos está sacando al primer
plano todos los ruidos que quedaban sepultados por la cacofónica actividad de
nuestras rutinas diarias. El trino de los pájaros es una de las voces
principales y las conversaciones de nuestros vecinos, con un poco de atención,
se vuelven inteligibles y nos damos que las nuestras también pueden ser oídos
por el resto de nuestro barrio. El silencio de los primeros días de
confinamiento nos había atronado los oídos y estos, poco a poco, van sacándoles
los matices a esa irreal banda sonora que por primera vez escuchamos.
Estamos
en momentos de muchas primeras veces. Estamos estrenando sensaciones que
teníamos agazapadas en nuestro interior a la espera de una oportunidad y, no
sin cierta sorpresa, nos estamos dando cuenta de lo duro que es estar encerrado
a la espera de un final de incierta fecha pero, sobre todo, de lo duro que es
estar solo en mitad de una epidemia en la que la cercanía con los demás es
peligrosa.
Miles
de personas se han muerto solas y solas aguardaron en los tanatorios a ser
enterradas en un sepelio apresurado, con mascarillas y guantes y un cortejo de
apenas tres familiares. Muchos seres queridos se están yendo sin poder
despedirse y sin que sean despedidos por los que los quisieron. El sonido de
los motores de las morgues de los tanatorios, el chirrido de los neumáticos del
coche fúnebre, el roce de los ataúdes al ser metidos en los nichos, el siseo de
las chimeneas de los crematorios, los pasos en la gravilla de los camposantos
suenan amplificados, casi atronadores en la muda sorpresa de estos días en los
que hemos perdido, además, los abrazos, los besos, las caricias y los hombros
en los que apoyarnos.
En
las silenciosas calles los timbres de los teléfonos y al algarabía cansada de
los niños pequeños hace de marco a lo que no debemos ocultar en las cifras del
parte diario de bajas y altas por coronavirus. Esta tarde, cuando salgamos a
los balcones aplaudamos por los que trabajan para que sigamos adelante. Pero
también aprovechemos la ocasión de decir adiós a los que se están yendo en
silencio y sin el desahogo del llanto. Aprovechemos ahora que se escucha todo
tan nítido nuestras ventanas para darles el mejor homenaje posible. Digamos en
voz alta sus nombres. Que no sean caídos en la fosa anónima de la estadística.
Hablemos de ellos en voz alta y que su recuerdo sirva para seguir dando vida a
nuestra esperanza para que pronto nos podamos tocar y llorarlos rompiendo este
hueco de silencio
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