
En aquellos veranos el concepto de vacaciones no estaba tan extendido y asumido como hoy en día. Tanto era así que las vacaciones en la escuela se llamaban hacer punto. O sea punto y final al curso y ha hacer el zangolotino por la calle durante todo el día, con el obligado paréntesis de la siesta, para no molestar al vecindario.
Arriba los "mantecaos", abajo los polvorones: que les digan a los maestros que nos den las vacaciones. Esta era la canción que mas sonaba en los patios, ya fuera el de niñas o el de niños, a la hora del recreo cuando ya apretaba el calor.
Y ya fuera por insistencia o por que la ley así lo contemplaba conseguíamos reducir la rocosa convicción de los maestros y nos daban punto y casa con todo un largo verano por delante.
Eran meses de temporada alta para los kioscos de Gabriela o del Charnaquero por que una patulea de niños sin brida, se desbocaban en estampida con una peseta en la mano para comprar los tesoros que colgaban de un cordel y pinzas de madera en el sancta sanctorum de la diversión: el kiosco.Aquellos establecimientos siempre estaban a la última. Marcaban modas, temporadas y tiempos: así que si llegaba la hora del trompo los kioscos se llenaban de chiripas, puntas de hacha y perinolas. Que llegaba el momento de las pistolas de agua, casi por arte de magia las estanterías se llenaban de armas de plástico esperando el cargador hídrico de la fuente de la plaza.
Y así ocurría con las estampas del fútbol. Aún no se había inventado lo de la Liga de las Estrellas, pero los cromos de Cruyff, Asensi o Nezter casi nunca salían y costaban varias docenas de “repes” convencer al dueño de alguno de ellos para poder contemplar el álbum.
Había quien usaba el pegamento que llamábamos de mocos, por que en la caja hacía gala de su poder adhesivo en la trompa de un elefante que quedaba preso por aquella sustancia. Pero los más nos hacíamos gachas con harina y agua para pegar las estampas y así quedaban los álbumes: con más tomos que En Busca del Tiempo Perdido de Proust.
Lo difícil era conseguir la peseta o la moneda de diez reales para comprar todas aquellas delicatessen. Sableábamos a las titas, a los abuelos y sisábamos en la compra de las carterillas de Los Polluelos, que como dice mi amigo Cárdenas tenían poder mágico, siempre se les olvidaban a nuestras madres.
Y así con el botín nos acercábamos al kiosco para comprar un tebeo de Hazañas Bélicas o del Sargento Gorila o sobres sorpresas que siempre traían un cuento apaisado del Capitán Trueno o del Inspector Dan para los niños o de la colección Azucena o Pumby para las niñas.Entre las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía y Clark Carrados se vendían Pumbys, Jaimitos y Pulgarcitos con las aventuras de Carpanta, Zipi y Zape, Anacleto, Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio o Gordito Relleno y así íbamos pasando el verano de la casa al kiosco, del kiosco a la plaza jugando a los libretes, a las chapas y darnos pelotazos con el balón de Curtix y los bolsillos llenos de sazis, trompos y muñecos de plástico. Con la ingenua seguridad de que las vacaciones darían para siempre, pero con las primeras tormentas de agosto y la llegada de los vulanicos los pintores del ayuntamiento encalaban la fachada de la escuela y la alarma saltaba en los empresarios quiosqueros. Era el punto y final de otro verano y nos apurábamos a degustar las últimas golosinas heladas, de polo a polo flag, de la temporada.
Arriba los "mantecaos", abajo los polvorones: que les digan a los maestros que nos den las vacaciones. Esta era la canción que mas sonaba en los patios, ya fuera el de niñas o el de niños, a la hora del recreo cuando ya apretaba el calor.
Y ya fuera por insistencia o por que la ley así lo contemplaba conseguíamos reducir la rocosa convicción de los maestros y nos daban punto y casa con todo un largo verano por delante.
Eran meses de temporada alta para los kioscos de Gabriela o del Charnaquero por que una patulea de niños sin brida, se desbocaban en estampida con una peseta en la mano para comprar los tesoros que colgaban de un cordel y pinzas de madera en el sancta sanctorum de la diversión: el kiosco.Aquellos establecimientos siempre estaban a la última. Marcaban modas, temporadas y tiempos: así que si llegaba la hora del trompo los kioscos se llenaban de chiripas, puntas de hacha y perinolas. Que llegaba el momento de las pistolas de agua, casi por arte de magia las estanterías se llenaban de armas de plástico esperando el cargador hídrico de la fuente de la plaza.
Y así ocurría con las estampas del fútbol. Aún no se había inventado lo de la Liga de las Estrellas, pero los cromos de Cruyff, Asensi o Nezter casi nunca salían y costaban varias docenas de “repes” convencer al dueño de alguno de ellos para poder contemplar el álbum.
Había quien usaba el pegamento que llamábamos de mocos, por que en la caja hacía gala de su poder adhesivo en la trompa de un elefante que quedaba preso por aquella sustancia. Pero los más nos hacíamos gachas con harina y agua para pegar las estampas y así quedaban los álbumes: con más tomos que En Busca del Tiempo Perdido de Proust.
Lo difícil era conseguir la peseta o la moneda de diez reales para comprar todas aquellas delicatessen. Sableábamos a las titas, a los abuelos y sisábamos en la compra de las carterillas de Los Polluelos, que como dice mi amigo Cárdenas tenían poder mágico, siempre se les olvidaban a nuestras madres.
Y así con el botín nos acercábamos al kiosco para comprar un tebeo de Hazañas Bélicas o del Sargento Gorila o sobres sorpresas que siempre traían un cuento apaisado del Capitán Trueno o del Inspector Dan para los niños o de la colección Azucena o Pumby para las niñas.Entre las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía y Clark Carrados se vendían Pumbys, Jaimitos y Pulgarcitos con las aventuras de Carpanta, Zipi y Zape, Anacleto, Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio o Gordito Relleno y así íbamos pasando el verano de la casa al kiosco, del kiosco a la plaza jugando a los libretes, a las chapas y darnos pelotazos con el balón de Curtix y los bolsillos llenos de sazis, trompos y muñecos de plástico. Con la ingenua seguridad de que las vacaciones darían para siempre, pero con las primeras tormentas de agosto y la llegada de los vulanicos los pintores del ayuntamiento encalaban la fachada de la escuela y la alarma saltaba en los empresarios quiosqueros. Era el punto y final de otro verano y nos apurábamos a degustar las últimas golosinas heladas, de polo a polo flag, de la temporada.
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