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Mostrando entradas de noviembre, 2016

LLUEVE

Llueve y los chubascos trazan de verdín y ova los bajos de este poyete. Llueve y la lluvia es la gran noticia de esta tierra apegada al terruño y que baila al ritmo caprichoso de cabañuelas y los cabañuelistas del Congreso de los diputados. Siempre a la espera de una borrasca. Siempre a la espera de que caiga una sinecura, un carguillo, un puesto, una colocación o una paga para pagar los servicios prestados desde la Reconquista. Llueve en Jaén de medio lao, con malafollá cuasi granaína mientras la bailenmotril se llena de coches rumbo a la ciudad de los piononos y los decatlones a la celebración del blacfraidei en el nuevo centro comercial. Llueve en Jaén mientras el fango atasca las ruedas del carro del desarrollo de los boletines oficiales. El barro y los alcanciles silvestres medran en los solares adormecidos por el ritmo cansino de la lluvia macondesa y cansina. Los carriles y caminos del monte y la campiña son lodazales burocráticos en los que se embarran los proyectos e i

MOEBIUS EN JAÉN

  No sé si me pesan los años o el hastío. Vuelve Perico a girar el torno y la borrica a dar vueltas a la noria de esta realidad jaenesca presa en la cinta de Moebius. No paramos de andar pero siempre estamos sobre la misma superficie, el mismo carril, no llegamos a ningún sitio. Es una briega constante cómo nadar en un bol de mantequilla espesa. Es estar hasta los güevos de dar pedales y descubrir que la bicicleta es estática. Así seguimos. Así nos va. Yendo y viniendo en esta máquina del tiempo en el que se ha convertido los titulares de la prensa diaria. Viaje alucinante a la repetición, sufriendo el amarillo ictericia de la iteración, de esta moviola que proyecta, sin solución de continuidad las mismas imágenes. A lo no hecho me remito y sus hechos inconclusos como las tuberías para sacar el agua de la presa de Siles ¿las tienes que hacer tú o las tengo que hacer yo? En cualquier caso lo único invariable; como en el universo la constante de la velocidad de la luz; es que

Los Ráner

A la gente ahora le ha dado por correr. Lo hacen por gusto algunos, por necesidad muchos y otros para maquear ante la peña con mallitas y zapatillas a las tres de últimas: generación, tecnología y diseño. — ¿pronas o supinas? — yo empecé pronando y ya ves voy supinando poco a poco. Es decir que si echas los pies padentro, lo que antiguamente era ser zopo, eres pronador. Si por el contrario corres poniendo los pies como marcando las diez y diez eres tope supinador. Ser un ráner es más complicado de lo que parece. Ya no vale con ir a comprarse unas bambas, unas tenis, unas keds. Hay que ir a mercarse unas zapas y con el número de pié hay que especificar si pronas o supinas —¿me da unas tórtola del 42 y medio para supinador? —no me quedan ná mas que de suela neutra ¿se apaña? —entonces me espero a que se las traigan, Por ahora me llevo una camiseta técnica, de tejido inerte y con   costuras reflectantes —tengo unas baratas, antibacterianas con regalo de una felpa con luz

TECNOACEITUNEROS

El campo se ha llenado de máquinas. La ruralidad ha ido pereciendo ante la mecanicidad que lo ha ido invadiendo en los últimos años. El canto de los chichipanes, cuínes y jilgueros ha sido sustituido por el siseo de tubos de escape y el graznido ronco de sopladoras y cuads. Los tractores son más numerosos que las ginetas o los lagartos en las campiñas olivareras, Los únicos insectos palo que quedan son las vareadoras neumáticas.   Las boinas y gorrillas de visera han desaparecido de la testa de los agricultores. Ahora gafas de realidad aumentada, drones y aplicaciones agroinformáticas son las que marcan lindes, perfilan padrones y el pellizco justo de cobre o nitrógeno que hay que poner en los troncones. El campo ya no es lo que era. Ya es lo que será en el futuro. Poca gente, mucha producción. Jornaleros de smarfones y vareadores del big data para extrapolar producciones, rendimientos grasos y estado del fruto. Las cuadrillas ya no cantan aceituneros del pío pío ¿cuántas fanegas h

MUERTE

Vi a mi primer muerto cuando tenía poco más de cuatro años. Vivíamos en una calle con el paradójico nombre de Los Campos. Una cuesta empedrada en la que aún se abrían brechas de las cercanas eras y restos de sementeras. A nuestra calle le fueron creciendo alcantarillas y oscuro alquitrán y los vecinos se hicieron mayores. Cuándo todavía éramos un grupo de cinco o seis chavales orejones con las rodillas huesudas nos colamos por la puerta abierta de la casa de un hombre al que estaban velando. Aquel primer cadáver que vi tenía el color del pergamino y yacía en la cama, tieso como un palo, vestido con un serio terno gris de rayas que olía a armario viejo. Las plañideras y nuestras madres nos echaron del cuarto repartiendo algunas collejas, sin demasiado convicción por cierto, cuando nos descubrieron fisgoneando entre risillas y empujones   desde el zaguán.   La muerte era algo natural y extraordinariamente cercano. Era algo con lo que se lidiaba a diario. Una realidad que aún no se es