
Si uno pone la oreja a eso de las cuatro de la tarde de estos primeros días de julio en cualquier calle de cualquier ciudad española podrá escuchar el monótono y cansino zumbido de cientos de aparatos de aire acondicionado y el apagado rumor de las circunvalaciones llenas de vehículos entrando y saliendo de las autovías.
No hay duda de que España suena a otra cosa que a lo que sonaba hace años. De hecho en los parques y jardines públicos se han colado las exclamaciones electrónicas de video consolas y ordenadores portátiles y las chicharras de los móviles asustan a las autenticas reinas del verano que no se atreven a frotar sus alas por no molestar.
Tampoco suele oírse ya el alegre soniquete de la radio colándose por entre las ventanas abiertas mientras se airean las sabanas y en los patios los grifos abiertos riegan los arriates, las macetas y las aceras para refrescar el ambiente.
También se han dejado de oír el taconeo familiar de Juan en el cartero de siempre y le petardeo de su vespa. Se jubiló el primero y la segunda ha caído en manos de un contratado temporal que le retuerce la oreja sin piedad.
Tampoco se oyen ya el bote y el rebote de las pelotas en los baldosines de la plaza y el tintineo de las cadenas mal engrasadas de las orbeas y las behaches. Se echa de menos el silbato del afilador y el pregón del panadero del barrio que fue sustituido por un punto caliente.
Tampoco se oyen grillos y en las tapias de las últimas casas del pueblo los mochuelos han dejado de ulular. Eso sí aún sobreviven a martillos pilones y al audio tuning las naranjas güasintonas y los melones de Villaconejos dulces como el caramelo…
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