Vi
a mi primer muerto cuando tenía poco más de cuatro años. Vivíamos en una calle
con el paradójico nombre de Los Campos. Una cuesta empedrada en la que aún se abrían
brechas de las cercanas eras y restos de sementeras. A nuestra calle le fueron
creciendo alcantarillas y oscuro alquitrán y los vecinos se hicieron mayores.
Cuándo todavía éramos un grupo de cinco o seis chavales orejones con las
rodillas huesudas nos colamos por la puerta abierta de la casa de un hombre al
que estaban velando. Aquel primer cadáver que vi tenía el color del pergamino y
yacía en la cama, tieso como un palo, vestido con un serio terno gris de rayas
que olía a armario viejo. Las plañideras y nuestras madres nos echaron del
cuarto repartiendo algunas collejas, sin demasiado convicción por cierto,
cuando nos descubrieron fisgoneando entre risillas y empujones desde el zaguán. La muerte era algo natural y extraordinariamente
cercano. Era algo con lo que se lidiaba a diario. Una realidad que aún no se
escamoteaba, como ahora, entre asépticas gasas y paredes hospitalarias. Una
desenlace que pone triste fin en morgues escondidas en sótanos anónimos y
enrevesados en la letra pequeña del seguro de decesos. Pero en esa época en la
que el Día de los Santos era un gran día de fiesta nos bajábamos con las
abuelas y las madres al camposanto a limpiar tumbas y lápidas. Ayudábamos a
colocar ramos de flores y mariposas en vasos de luz. Las brochas blanqueaban
nichos y los pinceles repasaban las letras de molde tras la que se escondían
los recuerdos de los lutos que se guardaban en casa. Nos apiñábamos en la
ventana del cuarto de las autopsias para mirar, con una mezcla de fascinación y
maravilla, aquella mesa de mármol blanco en la que reposaba el taco de madera
con el hueco para encajar la cabeza del finado. También nos asomábamos al
pretil del pozo en el que decían las leyendas se echaban los esqueletos anónimos.
Y nos parecía ver, flotando en lo hondo, calaveras y fémures entre las sombras
y las luces de nuestra infantil imaginación. Al pasar por la tapia que daba al
corral de los ahorcados hablábamos en susurros para no molestar a los del otro
lado. Luego corríamos entre las cruces y las titas y las primas nos daban besos,
regaños y pesetas para gastar en el quiosco cercano. La muerte era parte de
nuestra vida al menos un día al año. Pero ahora a la Pelá se la ha arrinconado
en habitaciones con olor a soledad y a sufrimiento. Qué solos se quedan lo que se
están muriendo. Lo que no se enseña no existe más allá de una esquela en este
periódico. Ahora sólo vemos a la muerte y a su trabajo en el cine y en el
telediario. Pero la que te afila la nariz con la guadaña no para de girar su
cuchilla haciéndola silbar. Le dimos la espalda pero ella sigue esperando el
momento adecuado. El otro día estuve en el cementerio y me sorprendió ver
tantas caras conocidas impresas en las lápidas. En una de ellas encontré la
explicación de por qué llevaba tantos años sin ver a Manolo… su cara me sonreía
debajo de un sagrado corazón. También me saludaron viejos amigos y conocidos
desde su eterno descanso en lecho de cal, mármol y broncínea tipografía. «Te
esperamos» parecían decir sus epitafios. Tardaré lo máximo posible respondí y
volví a mi poyete rumiando lo ocurrido.
Desde hace unos meses que andan los actores políticos de aquí para allá y de allá para aquí dándole vueltas a los millones de la Inversión Territorial Integrada, la celebérrima ITI, y en qué se los van a gastar. Una día sí y otro también los papeles y los micrófono recogen las declaraciones de los artistas protagónicos, secundarios y hasta de los extras que están para hacer bulto y ruido en la escena, sobre el destino de los más de 400 millones que van a llegar a esta provincia tan ajena a las alegrías presupuestarias y tan huérfana de cariño administrativo. Qué si una carretera, que si un polideportivo, que si una rotonda, que si una plazoleta, que si un teatrico, que si una piscineja, que si tal que si para cual y para lo de más allá. Así llevan semanas amasando la ITI y sus dineros de comarca en comarca y de casa consistorial a casa consistorial prometiendo que la lluvia, de millones, está al caer y que habrá que ir comprándose cubos, barreños, damajuanas, orzas, tazones...
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