
Albertiano me lo ponen hoy en el aire las gaviotas que siguen descargando su guano sobre el pretil de mi balcón de este apartamento que de quincena en quincena deja caer el sirimiri estival de los euros a su propietario que se ha ido de vacaciones al interior.
Estiro el cuello para ver las vistas al mar impreso en una valla publicitaria suspendida en la fachada trasera de un hotel estrellado en la playa de una arenosa moqueta que anuncia en inglés ofertas en watermelon y red wine de la tierra encartonado.
El mar, la mar susurra un par de kilómetros más allá de la barahúnda de ciclomotores y caballos tirando de carros y de sus pañales rebosantes de boñigas. Las sirenas del puerto se quitaron la cola y se calzaron los tacones para darle crema al paseo marítimo que bulle de blancos que quieren ser negros y que se han quedado a medio camino.
Los veleros del horizonte se han dado de baja borrados por las estelas de las hidromotos y el famoso plátano que transporta a bañistas amantes de la brisa fue devorado por un marrajo vegetariano.
Sorolla se llevó la luz de las olas cuando rompen en las rocas y Dali dejo que una mujer, asomada a una ventana sucia de guano de gaviotas, encerrara las bocinas de los barcos de pesca y las silenciara en una sentina con leyendas y redes sin conexión en el mar y la mar en la que Alberti perdió el sentido golpeando el artículo determinado para confundirlo y que aflojara la cuenta del chiringuito que colgaba, en verso, de un espeto mientras Serrat le compone una música mediterránea.
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