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DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES.

El Capitán Nemo no sería mal sereno del barrio del puerto. Iría abriendo los portales de pensiones y cuchitriles para los marineros naufragados en bares y tabernas con nombres como: el petrel azul. Hombres que perdieron el rumbo por culpa del magnetismo de mujeres que volvían locas sus brújulas y sextantes.
Nadie como él para tener las llaves que se les perdieron a los niños del mundo, y que desde entonces no pueden echar el cerrojo a la puerta que les conduce a convertirse en adultos. Dejando de entender las canciones de los peces de colores, que entre burbujas, susurran, matarile, rile, matarile, rilerón. La música que desvela el secreto del molinillo de sal que fabrica el salitre que corroe los cascos de los barcos hundidos, genera picores entre los bañistas de las playas y deja ciegos los ojos de los cañones de galeones capitaneados por holandeses errantes. Nómadas del desierto del agua. Al pairo de corrientes y caprichos de huracanes y tormentas.
El Capitán Nemo sería el mejor recepcionista de ese hotel submarino en el que viven realquilados el Kraken y el cachalote. La familia de medusas venida a menos. Los hieráticos corales penando el desamor de los arrecifes, que descargan su ira contra las embarcaciones, hasta hundirlas por envidia de sus velas y banderolas.
Los peces abisales con sus caras de luciérnaga tintineando sus lucecillas por los pasillos, mientras que los cangrejos ermitaños se juegan la concha con gambas y camarones que acabarán ahogados en granos de arroz o en un cucurucho de papel de estraza.
El Capitán Nemo debería tener las llaves que abren los armarios de la cantina en la que delfines borrachines, de hocico colorado, piden consumiciones y brindan con licor de algas. Bar que recibe la visita de pandillas de tiburones carpinteros que disimulan su apetito y su sed con cabezas de martillo, de sierra y de espada. Y hacen virutas con la pléyade de rémoras que les hacen la pelota a la espera de que caiga un gañote de foca.
Nemo debería tener las llaves del cofre del tesoro que perdió John Long Silver en los rompientes de una isla con volcán de forma de calavera, que de cuando en cuando, babea roca fundida para calentarse los pies que el viejo invierno marino le mete en los huesos de los ahogados que blanquean sus costas.
En el cofre del viejo truhán se esconden aparatos para que los humanos se dejen crecer las agallas, las branquias y el vello de piernas y brazos torne en plateada escama. Mecanismos que permiten al terrestre sentarse en los bancos de peces mientras las farolas de las anémonas le alumbran bajo los pies como el césped de la poseidonia bulle entre cloqueos de almejas, ostras y mejillones. Y lee viejos manuscritos que flotan entre mantas y rayas que alguien dejo caer desde la cubierta de un barco de nombre olvidado.
Sin lugar a duda Nemo sería el mejor cerrajero del mar si alguien le encontrara las llaves matarile, rile, matarile rileron

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