Todos
estamos encerrados en casa. Hemos entrado en un territorio desconocido.
Nosotros que somos tanto de salir y andar callejeando nos vemos confinados por
la amenaza invisible que ya ha dejado centenares de muertos, miles de infectados
y puesto de manifiesto la condición, actitudes y aptitudes de nuestros vecinos
y de los que dicen estar al mando. “Que los dioses te libren de vivir tiempos
interesantes” dice un viejo aserto chino y que nos viene que ni pintiparado
para referirnos a estos momentos que servirán para llenar varios capítulos de
los futuros libros de historia. Un presente en el que la desazón, las tribulaciones,
las dudas y el titubeo por no saber que hacer, que decir o que escribir nos encogen
el alma al ver las calles vacías, los bares cerrados y silenciosas las
carreteras. Todo lo que creíamos tan sólido, tan duro como la piedra, se nos ha
ido diluyendo y erosionando con la lluvia de estadísticas sobre el aumento de
los contagios. El Covid-19 hasta el consuelo de los besos y los abrazos nos ha
quitado y ahora tendremos que aprender a decirnos cosas sin tocarnos, a distancia,
desde lejos. Ojalá que esté cerca el final de la famosa curva epidemiológica.
Mientras desde los balcones asistimos a las patadas a seguir que nuestros
gobernantes, claramente desbordados por la magnitud de este problema, lo van
aplazando todo hasta septiembre. Ferias, verbenas, festivales y saraos. Todo
para septiembre. Como los malos estudiantes que no estudiaron en su debido
momento. Menos mal que, salvo algunas miserables excepciones, la peña se lo está
tomando en serio y ha dejado de hacer bromas a costa de los chinos con
mascarilla y de los italianos que se veían desbordados por una enfermedad que
no conoce de fronteras, territorios y lenguas. Infecta por igual a los del lazo
verde, a los del lazo amarillo o los de las banderas identitarias. El día que
se declaró la alarma, quien me iba a decir a mí (a todos nosotros) que la Policía y el ejército patrullaría
las calles para evitar el caos, se volvieron a escuchar las pacatas y
decimonónicas voces de los que andan más pendientes de su roal y de su aldea
que del bien común. Siguen sin enterarse de que el Covid-19 no va a pagar el
peaje de Martorell ni pasar por alto sin infectar a los que pasean por la playa
de la Concha
en San Sebastián. Tampoco es un virus que guste más del oso y del madroño o de
la plaza o la montaña. Su éxito se radica en la irresponsabilidad de los que
nos adoptaron las medidas a tiempo y de los miles que se tomaron este asunto a
choteo mientras regaban con su carga vírica a amigos y desconocidos en bares y estaciones
de tren y metro.
Nuestro
sistema sanitario, el que pagamos a escote todos los ciudadanos, es el mejor
del mundo y lo está demostrando. Ayudemos a todos los profesionales que están batiéndose
el cobre en primer línea de batalla contra la pandemia, no sólo saliendo al
balcón a aplaudirle (que también), si no acatando las órdenes y consejos de las
autoridades para no colapsar las consultas ni las salas de urgencias.
Todos
estamos escribiendo el futuro en este presente que nos ha tocado vivir. Hagámoslo
con buena letra y que no nos recuerden como lo peor que ha pasado. Y a los que
están haciéndolo con renglones torcidos ya habrá tiempo de demandárselo. Sí
todo sale bien para septiembre podremos recuperar algunas asignaturas porque el
mundo será muy distinto cuando todo esto termine y comience otro capítulo de
nuestras vidas.
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