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DIARIO DE UN CONFINADO


Lo más ominoso es el silencio. Esa sensación de irrealidad que se levanta como una espesa niebla cada amanecer desde las calles y avenidas desiertas. El rumor de motores y el faenar de talleres y fábricas ha sido sustituido por el eco de los buenos días del vendedor de periódicos. Su saludo rebota en las fachadas de los edificios y en la tela de su mascarilla, de confección casera, que usa como recordatorio de que el enemigo sigue ahí. Agazapado en un estrechar de manos inconsciente. En la huida de una tos que aparece por sorpresa o en el alivio de un repentino picor en el lagrimal.



Los escasos peatones que me encuentro nos miramos huidizos, embozados y dejando espacio suficiente para que sirva de frontera al maldito virus. Los pasos resuenan esquivos en los escaparates y cierres de los comercios y los pasajes comerciales están hasta huérfanos de mendigos. Los cajeros automáticos se han quedado sin huéspedes, los sintecho han desaparecido con sus bultos, mantas y perrillos no se sabe bien dónde.


En las aceras las palomas se enseñorean en las baldosas huecas y picotean en las grietas olvidados restos de las comidas de los ausentes clientes de veladores y terrazas. Los ventanales de las cafeterías ya se están opacando con el polvo que han ido dejando caer todos estos días y su interior se ve desenfocado, etéreo, brumoso como este argumento de novela epidémica que nos ha tocado protagonizar. Las máquinas de café y las torres se ven, difuminados, como recuerdos borrosos. La desmemoria se adueña de los objetos y deshace sus contornos. Los desdibuja y desvanece con el paso de las horas y el silencio que nos enmudece. Amarillean en los muros anuncios de conciertos y conferencias que jamás tendrán lugar. Los carteles se cuartean con el paso de los días y sus anuncios y promesas de mejores y más productos se vuelven cada día que pasa más absurdos.

En los parques los árboles van a lo suyo y los setos y rosales se aprestan a las urgencias primaverales y miles de pajarillos la saludan con sus trinos que se elevan en una columna que se eleva por el aire limpio del amanecer mientras los bloques de vivienda aguantan la respiración y en el interior los vecinos echan de menos más balcones y terrazas. Los animalillos gozan de nuestra ausencia y retornan a sus viejos territorios.


El murmullo de radios y televisiones se filtra por las rendijas de las persianas y las ventanas entreabiertas. Un susurro apenas que le hace coro al desglose de cifras, estadísticas y especulaciones sobre curvas estadísticas que vuelven a imprimir en sus portadas los periódicos. Números que esconden las historias del día a día de los que pelean contra esta enfermedad que nos ha dejado mudos, callados como los parques infantiles que aún esperan el regreso de los niños con sus abuelos a hacer rechinar la vieja cadena del columpio y a que recupere su gruñe-gruñe José el del kiosko al vender a la chavalería golosinas, chicles y sobres de cromos porque se queda sin monedas para cambiar los billetes arrugados de cinco euros que algunos le entregan.

Amanece en silencio. Otra vez

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