Estar en Jaén es asumir que los trenes son asunto
único de películas y novelas románticas. Mitología hecha de hierro, fracaso,
esfuerzo y tesón por alcanzar un sueño. Estar en Jaén es asistir a una eterna
caída de la hoja en la otoñada interminable en la que vivimos sumidos. Estar en
Jaén es tomarse los viajes sin prisa como las obras públicas y guardarse la
mala leche y el legítimo cabreo para cuando lleguen tiempos aún peores. Estar
en Jaén es ser paciente, un espectador tranquilo que ve pasar las vacas gordas,
tras darse el atracón en estos pastos, para ser ordeñadas en lejanos y ajenos
corrales. Estar en Jaén obliga a tener la boca abierta, con permanente
estupefacción, por la colección de obras incompletas que guardan los anaqueles
de la hemeroteca. Mandíbulas caídas por el peso de la gravedad de las cosas y
de la incredulidad resignada. Estar en Jaén es asistir al despropósito de
llenar un pantano en Siles y que no se pueda sacar el agua por falta de
tuberías. Estar en Jaén es pasear por un parque acuático seco de memoria y
huérfano de toboganes perdidos en la incompetente desmemoria. Estar en Jaén es
quedarse a la sombra fantasmal del esqueleto de un aparcamiento sin entrada ni
salida. Estructura yerma que llora los coches concebidos y nunca tenidos porque
nacieron perdidos en la lorquiana espiral de sus rampas que llevan a ninguna
parte. Estar en Jaén es esperar dos décadas a que se den soluciones a las
tormentas que se saltaron los Puentes y que anegaron los cajones de la burocracia
y el eterno papeleo. Estar en Jaén es mirar a los cielos por lo que llueva o
por lo que deje de llover. Es alzar los ojos por ver si los astros siguen
alineados en nuestra costa y a nuestra cuenta alienada y provinciana. Realidad
cargada de medallas y condecoraciones vanas. Estar en Jaén es estar pensando en
todos los que se han tenido que ir y en que lo último que vieron fue la
cuarteada silueta del jinete del Nitrato de Chile saludando desde la fachada de
la parada y detenida fonda en una general en la que sólo crecen la grama y los
jarámagos a su libre dicotiledónea gana. Azulejos en blanco, negro y amarillo
como las crónicas que nos cuentan, como un hoyo negro, desde fuera. Estar en
Jaén es acostumbrarse a que todos los verbos se conjuguen en infinito. Donde
las palabras se quedan suspendidas en los alambres y cuerdas de colgar la ropa
a orearse a este aire que viene revenío entre montes y colinas fronterizas.
Estar en Jaén es sentirse parte de una historia vieja y grande por la que pasan
de largo las urgencias hoy en día pendientes de rápidos honores y fugaces
reconocimientos. Estar en Jaén es mirar al horizonte y verlo almenado por la
silueta olivarera o por el dibujo cuadriculado de una atalaya o torreón. Estar
en Jaén es estar la mayoría de las veces hasta la polla.
Desde hace unos meses que andan los actores políticos de aquí para allá y de allá para aquí dándole vueltas a los millones de la Inversión Territorial Integrada, la celebérrima ITI, y en qué se los van a gastar. Una día sí y otro también los papeles y los micrófono recogen las declaraciones de los artistas protagónicos, secundarios y hasta de los extras que están para hacer bulto y ruido en la escena, sobre el destino de los más de 400 millones que van a llegar a esta provincia tan ajena a las alegrías presupuestarias y tan huérfana de cariño administrativo. Qué si una carretera, que si un polideportivo, que si una rotonda, que si una plazoleta, que si un teatrico, que si una piscineja, que si tal que si para cual y para lo de más allá. Así llevan semanas amasando la ITI y sus dineros de comarca en comarca y de casa consistorial a casa consistorial prometiendo que la lluvia, de millones, está al caer y que habrá que ir comprándose cubos, barreños, damajuanas, orzas, tazones...
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