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PERRO

 
Durante 17 años solía pasarse por la esquina de esta calle de papel y se recostaba en el poyete. Eso era en los días buenos. Le gustaba que el sol le diera en el hocico y la sombra en los cuartos traseros mientras un servidor tecleaba mirando al emparrado  en busca de algún racimo de inspiración. Los días malos. Los días de frío y lluvia no había cojones a sacarlo del lado del trébedes de la chimenea. Arrimado a las ascuas y tostándose el lomo. Haciéndose que era un gato venido de la fría Suecia. Era un perro discreto aunque ponía las orejas de punta cuando pasaba a saludar algún vecino o compañero de oficio. Pero pronto se aburría si la charla no iba de comida y no había posibilidad de que le cayera algo de la mesa aunque pusiera en práctica sus mejores cucamonas con la cola y una ensayada mirada de cachorro mojado. Así que volvía a sus asuntos sin importarle que lo de los trenes en Jaén era un tema que no podía relacionar con ningún olor. Jamás pudo correr detrás de un tren y mucho menos husmear en el vagón cafetería. Esos eran lujos de algunos primos lejanos de Córdoba o Granada que le ladraban historias sobre tan extraordinarias experiencias. También supo por otros chuchos del barrio que lo de los solares olvidados y las obras sin hacer era lo corriente. Que seguía siendo normal que los humanos, en lugar de sacársela y mear en las esquinas, orinaban sus firmas con unos rotuladores que olían a desinfectante como una bata de veterinario.
Solía alzar la pata y lamerse la entrepierna cuando en la tele hablaban de la enésima detención de un tipo que se lo llevaba calentito. Le daba sueño aquella cantinela de detenciones, corrupciones, actuaciones y peticiones que no llevaban a ninguna parte y bostezaba hasta que oía el tintineo de las llaves que indicaban que era hora de ir de paseo. La estéril pelea por los presupuestos de cada año le meneaba la cola. Le sudaba el hocico. Le gustaba salir a la calle sorteando las mierdas que los humanos dejaban detrás de sí. Era un perro gruñón y un poco tocapelotas. Pensaba que esas mierdas eran, muchas veces, más grandes y peores que las que olvidaban recoger los dueños de sus congéneres perrunos. «A la vista está» ladraba para quien quisiera entenderlo. La ciudad se veía cada vez peor y no sólo por las cataratas que la avanzada edad le había regalado. Las plazas estaban tomadas por animales de cuatro patas que nunca se movían. Sillas y mesas creaban bosques de metal y plástico en los espacios públicos. Cada vez era más difícil pasear y no era infrecuente que correas, collares, bastones y muletas se engancharan en aquella maraña. Sufría de artritis, sordera y apenas le quedaban dientes pero hasta el pasado viernes levantaba el rabo como un penacho de orgullosa reivindicación. Este pasado viernes decidió que ya era suficiente. Se dejó ir con toda la dignidad canina. Un compadre me dijo, cuando se enteró de que habia muerto, que mi perrillo era buena persona

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