Hermosa
tarde de otoño cerca del barranco del lobo. Los mocasines de tafilete y los
tacones de aguja hollan el asfalto virgen que brilla, negro, bajo el sol que
hace temblar los órganos de piedra que aún se recuperan de las heridas de las
orugas mecánicas. Los trajes cortados a medida, los pantalones con vuelto y las
chaquetas de solapa estrecha hacen contraste las faldas y
blusas de entretiempo de firma, discreta, pero firma al fin y al cabo.
Las
aguilillas y los grajos se asustan ante el zumbido del aire acondicionado que
refresca la carpa salida de ninguna parte e instalada en mitad de donde salió para
dar cobijo a la fauna sin flora que atina a dejar vehículos, oscuros como las
alas del vencejo, en los lugares que delimitan las rayas de cal que aún no han
sido borradas por el agradable vientecillo que regala sobre los presentes San
Miguel y su pequeño estío.
Operarios,
obreros y manípulos se afanan en dar la imagen que se espera de ellos y se
sacan de las cajas nuevos cascos y desenrollan chalecos de colores ácidos y
chillones como la gineta que tuvo que mudarse a pagos más tranquilos.
La
carretera se agarra, colgada del precio artificial, a unos largos pilotes causándole
vértigo al macadam y augurando humanos lanzándose al vació atados de pies y agitando
las manos mientras gritan como si fueran meloncillo apareándose en lo hondo del
bosque, donde receloso, el escaso y raro lobo husmea el aire que huele a metal
y a pintura reciente.
En
la carpa se afanan en decir que la carretera es una carretera. Pero y Grullo se
dan la mano formando dos puños y la corte, efervescente como jóvenes en edad de
merecer, dan palmas mientras, cerca de allí, los ánsares vuelan en busca de mejores
charcas.
Los
flashes iluminan el interior de grutas recién nacidas y un reloj de sol que da
la hora sin seguir los consejos del gobierno para ahorrar energía saluda
despreciando las sombras cada vez más alargadas.
La
tropa está encantada de conocerse y que los conozcan y los reconozcan. Exhiben su
poder y lo miden según el número y el grado de inclinación de las reverencias. Hay
que hacer lo que hay que hacer y abajo el río Despeñaperros, seco, espera que
esa tarde tan hermosa de otoño, rompa en lluvia pronto y arriba el tráfico empieza a rugir.
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