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LA ESPAÑA CIRCUNVALADA




Más allá de las barreras quitamiedos. Más allá de la alambrada de los caminos de servicio. Más allá de los cambios de sentido, de los pasos elevados de las autovías que pasan por la provincia de Jaén aún quedan los restos de una cultura casi perdida. Una forma de ganarse la vida que se nutria de los viajeros que hacían parada y fonda en algunos de los pueblos que fueron creciendo abonados por el trasiego de los que iban de un lado a otro. Eran tiempos con otros ritmos en los que ir de capital a capital tomaba horas y hasta días. No cómo ahora en los que los veloces automóviles pasan de largo por las lomas sin atisbar poco más que campanarios, una oxidada señal indicando un restaurante climatizado o el esqueleto de algún edificio en el que se vendían cerámicas postales y burros de esparto. Basta salirse de las grandes carreteras para ver los restos de bares con las ventanas cerradas por tablones roídos por la carcoma y rótulos destintados por los años. En sus muros cuelgan, como dientes cariados, antiguas máquinas expendedoras de refrescos con olvidadas marcas de gaseosa. Aún se adivinan los cimientos de alguna estación de servicio borrada por la grama y los jaramagos en la que, antaño, los surtidores funcionaban sin descanso mientras los aprendices limpiaban los parabrisas con trapos que sacaban de los bolsillos de sus monos azul mahón. También quedaron enterrados en las cunetas de las viejas nacionales, apenas transitadas por tractores y añosos lanrróveres, las promesas de los gerifaltes que un día se fotografiaron con el alcalde de turno mientras inauguraban otro tramo de la nueva carretera. Cortaban la cinta haciendo grandilocuentes declaraciones sobre la modernidad “que ya había llegado por fin a aquellos parajes y viajando sobre el asfalto también llegaría el progreso”. Se quedaron a comer menú aquellos ministros con sus menestrales en una venta de al lado y jamás volvieron.
Los enlaces directos con aquellas grandes calzadas jamás se hicieron. Las circunvalaciones quedaban tan lejanas que no merecía la pena ni poner una señal de bienvenido. El progreso pasaba a 120 kilómetros por hora y pasaba de largo mientras que las tres míseras farolas que colocaron para iluminar la rotonda jamás llegaron a funcionar.
Los negocios que antes recibían con los brazos abiertos a los pasajeros que hacían un descanso en el viaje ni echaron el cierre. No valía la pena ni robar en aquellos cascarones vacíos. Fantasmales polígonos industriales que se quedaron en un par de hectáreas replanteadas por una excavadora que también quedó olvidada y en cuyas ruedas hicieron nido unas tercas totovías. Los veloces viajeros ya no se detienen, los pueblos están demasiado lejos de la salida. Da pereza detener el coche. Cuesta entrar pero es muy fácil salir y así los pueblos circunvalados por los cinturones de asfalto y macadam se van quedando sin gente. Gente que con el paso de los años si vuelve a pasar por allí se confunde de salida correcta o prefieren seguir apretando el acelerador para llegar cuanto antes al mar o a la metrópolis.
Más allá del denso tráfico de la autovía la España circunvalada languidece, se hace vieja, se queda sola, vacía como aquella pensión que ofrecía chambres, camas, lit y en la que sólo quedan sombras resignadas


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