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EL AÑO QUE NO TUVO VERANO


Ya tenía el título escrito la pasada semana así que tendré que utilizarlo ahora que el clima ha recuperado su relación con el calendario. Pero era un título tan bueno que ojalá me hubiera servido hasta el mes de diciembre y haber anotado este 18 como uno de esos años mágicos y misteriosos que se hacen fuertes en las leyendas populares: debería ser allá por el año que no tuvo verano… formidable inicio para cualquier historia. Pero hete aquí que me veo sacando la ropa de verano y guardando la de la mesa camilla ante el empuje de don Lorenzo por sus predios del valle del Guadalquivir.
Qué gran año éste 18 si no hubieses tenido verano. Hubiera sido el mismo año en el que por fin, tras siete años de estériles hostilidades, sacaron al tranvía de las cocheras al tranvía de Jaén o pusieron la primera piedra del primer pabellón de deportes para esta provincia. Hitos que hubieran coincidido en el almanaque con la recuperación de Carmen Calvo como ministra, la misma que hizo de sacerdotisa ibera en una peplum performance ante la vieja cárcel y en la que sólo faltó Maciste. Un 18 moderado en las temperaturas. Lluvioso como el cielo liverpuliano y frío como una terraza en Gotemburgo. Un año húmedo como un pantano en el que se hundieron las ganas de Máxim Huerta o las eses líquidas de Rajoy. Un año que hubiera estado al nivel, en la memoria popular del, del Hambre, de aquel del Gol de Marcelino, del que vivimos peligrosamente, de cuando el regreso a la UJA de Fernández de Moya o de cuando olvidamos, definitivamente a Gaspar Zarrías y a sus viernes.
Si este 2018 no hubiera tenido verano en las rebajas de julio nos hubiéramos comprado gabanes y trinchas y pulloveres a precios de saldo. Hubiera sido temporada baja en Marbella y Benidorm y los polos, hasta los de crema, hubieran sido de manga larga. Sin verano la primavera nos hubieran acompañado a comprar turrón y espumillones. La lluvia seguiría, incansable, nos daría banda sonora para el zumbido de las máquinas de nunca arrancar en las obras públicas pendientes de casi todo y en la que todos ya dejaron de confiar.
Un año sin verano. Un año de prodigios y estaciones desaparecidas como la de los ferrocarriles que se deshacen entre chaparrones y nieblas de frías mañanas y vacíos despachos oficiales.
Pero al final el anticiclón de las Azores ha recuperado la cordura y el sitio y ha vuelto por do solía y aquí estamos sudando la gota gorda y volviendo a liderar los rankings de paro y de temperaturas tropicales en las noches de plata y cocoteros. Flamenco y falditas de juncos. Castañuelas y ukeleles. Vuelve el verano y las gentes se van a los puentes o al desempleo. Hierve el Paseo de la Estación y se dan órdenes de bajar los termostatos en la Plaza de las Batallas. Las delegaciones y las subdelegaciones bajan las persianas y las ruedas del tranvía arrancan virutas de la goma que amortiguan el roce con los raíles.
¡Dita sea! Si este año no hubiera tenido verano lo mismo las garzas del Guadalbullón, las cigüeñas de la chimenea de La Margarina y las gaviotas del vertedero del camino a Fuerte del Rey no hubieran  migrado. Un año sin verano es un año más largo y las calores no hubieran aturdido las cabezas y lo mismo hubiéramos recobrado parte de los centenares de inviernos que hemos perdido mientras discutían si eran isóbaras o más isohipsas. Listas borrascosas y Heathcliffe haciendo peinetas desde las urnas del 19
El año que no hubo verano. Qué buen título para una novela y una fábrica de bufandas

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