Uno
de mis primeros recuerdos es el de estar en un bar. Se trataba de un local al
aire libre que se había adornado con banderas de papel que flameaban
reaccionando a la escasa brisa de la típica noche de verano en Bailén. En este
recuerdo también me viene el olor, los olores tienen un enorme poder de
evocación, a la humedad del suelo recién regado y a la madera de las sillas de
tijera que flanqueaban unas pequeñas mesas, también de madera, fabricadas por
unos finos listones casi sin desbastar. También me viene a la memoria el paso
de un tipo llevando una cesta colgando del codo y ataviado con un mandil
blanco. Iba pregonando por las mesas su mercancía hecha de camarones y unos
cangrejos rojos como ladrillos que me asustaban con el entrechocar de las pinzas
ya que aún estaban vivos.
Como
la mayoría de la gente de mi generación hemos sido gente de bares y comenzamos
a visitarlos muy pronto porque, aunque el mar nos pille o quede muy lejos,
tenemos muy arraigada la cultura mediterránea. Compartir y celebrar lo que nos
pasa con los amigos y con la familia es algo innato y, ya sean bodas, bautizos,
comuniones, entierros, tratos, aprobados, adioses, viajes, bienvenida y
despedidas, acabamos siempre en la barra o en la mesa de un bar brindando por
esto, por lo otro, por aquello, por lo de más allá, pero siempre por lo
nuestro. Desde pequeños nuestros padres nos han llevado a los bares. Locales
ruidosos en los que el suelo siempre estaba lleno de montones de papelillos de
los boletos en los que rebuscábamos alguno premiado que se hubiera dejado caer
por error. Jamás encontré un premio pero sí cabezas de gambas, cáscaras de
avellanas, palillos usados y los platicos de los botellines que olían amargos
de lúpulo y brillantes chapas de refrescos de champaní o gaseosa Sanitez.
Eran
bares que vivían sus temporadas altas en las Fiestas de Julio o Semana Santa y bullían
de familias vestidas de domingo que ocupaban aquellos locales en los que la
chavalería aprendimos un significado distinto para el verbo racionar. En Bailén
se iba, cuando se podía, de raciones y las tapas se median y comparaban con la
palma de la mano y las gambas con las garrotas. Recuerdo bien la cervecería de
los Juanes porque allí dejé olvidado uno de los indios que me habían comprado
mis padres en un puesto de la calle el Santo en una de aquellas fiestas de
noches de calor insomne y camastro ante el balcón abierto. Una cervecería esta
que tenía ganada fama entre sus parroquianos por la calidad del servicio pero
que yo siempre asocio a la pérdida de aquel juguete.
En
los bares se reunían las familias, los amigos y se repartían los sueldos las
cuadrillas de la aceituna o los trabajadores de los hornos «continos» que
convirtieron los sábados (día de paga de la semanada) en el día de echar una
«ligailla» más larga que la de un día particular. Los sábados se reunían en los
locales cercanos a las fábricas y allí se ajustaban las cuentas. Se repartían los sobres de color manila con
el sueldo de cada uno mientras en las puertas las motillos, con los cestos de
mimbre en el portamaletas, esperaban al sol a que sus dueños salieran cuanto
antes. Recuerdo que mi padre, que trabajaba en el tejar de Marquina iba al bar
de Pedro Juan cada sábado con el resto
de la plantilla y por allí nos dejábamos caer la chavalería para ver si caía
alguna propinilla o una «pesicola» con peladillas que ponían en unos platillos
de plástico ovalados. En este bar, ya desaparecido había un mural que tenía el
rótulo «La Peña de los Cabezolones» . Un cuadro que siempre me llamó la atención,
tanto o más, que el cuadro de
dinosaurios que colgaba del bar de «Marranica», bar por cierto que tenía un
extractor de humos que se hizo famoso por su gran potencia y por el buen hacer
en la cocina y donde hiciera de la infatigable Herminia y su esposo Felipe en
la barra.
A
estas alturas del artículo seguro que el lector ya echará de menos su bar
favorito o al que le llevaban habitualmente sus padres y en Bailén bares nunca
han faltado. Han sido numerosos y buenos y lo siguen siendo pero mis recuerdos
me llevan a estos locales, como el Casino o el bar de Piñero en el que me tomé
mi primera caña con los amigos y que tenía una máquina de discos en la que
sonaban los éxitos del momento. Por un duros dos canciones. Los discos tenían
todavía cara B y nosotros éramos unos pardillos de poco más de 14 años que jugábamos
a ser adultos porque ya nos dejaban ir al «cine de la noche».
Poco
tiempo después se puso de moda ir, después de salir del cine, a tomar unas
botellas al bar de Isabel, popularmente conocido como el de Isabelilla, en el
que compartíamos el tiempo y el espacio con los clientes habituales. Hombres
mayores que sentenciaban con su medio de habas, sus papas amarillas y las
imprescindibles avellanas con cáscara la jornada. Era agradable salirse a la puerta, cuando ya
mejoraba el tiempo, a tomarse una alcázar o una mahou mientras uno de aquellos
abuelos te contaba alguna de sus batallitas o ajustaba cuantos litros de vino
habñia trasegado en lo que llevaba de vida: «pues si empecé a tall edad por un
litrancho diario por 365 días por tantos años… pues casi un camión cisterna,
jajaja si es que ahora la juventú no bebís ná de ná»
Siendo
de Bailén ¿quién no ha trabajado en los tejares? ¿Quién no ha ido a cargar
algún camión a tanto la tonelada? Y claro también nos gustaba echar la ligá y
lo hicimos durante muchos años en un bar mítico, el café bar Imperial. Allí nos
juntábamos todos los sábados para charlas de nuestras cosas y de las cosas que
surgieran en el bar y de aquellos sábados guardamos muy gratos recuerdos, como
diría Alfonso: «echar las cañas con los amigos es más barato y más eficaz que
una sesión de sicólogo». Desde entonces no íbamos a la taberna, íbamos a la
«terapia de grupo». Desde aquí mandar un saludo a los trabajadores, a Pepe y a
Juan (dónde esté viéndonos) por todos esos días que llevamos grabados en la
memoria. Pero me voy quedando sin
espacio y la memoria, una vez que la pones a funcionar, no se detiene y me
poner sobre la mesa al querido Ramón del Lycar, a los infiernos, purgatorios y
glorias del bar de el Círculo, a Tejavana, al Torremolinos, al Mesón Andaluz,
El Refugio…. Y tantos y tantos otros locales que darían para varias crónicas
más así que pido disculpas por adelantado a los que no están aquí y deberían
aparecer
Escribo
esto después de volver de la terapia de grupo de esta semana en La Barrilería
en la que me dieron la idea de abrir este cajón del armario de los recuerdos un
grupo de chavales que entraron al local contando si tenían suficiente; entre
todos, para echar su primera ligá.
Felices
Fiestas y «enllena» otra rodá con huevos de codorniz de tapa.
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