Afortunadamente
hay mucha vida más allá de la sabana enmoquetada de los despachos oficiales. En
los campos y mares andaluces hay una realidad
que va más allá de las rimas desgastadas de los poetas que se han hecho oficiales,
de tanto repetirlos en actos vacíos. Hay todo un pueblo que briega con el día a
día de su pueblo, de su ciudad sin reparar en los cientos de carteles y
titulares que anuncian seminarios, mesas redondas, jornadas, encuentros,
debates en el que consejeros, viceconsejeros, porta carpetas, chóferes,
pelotas, asesores retuercen el sexo del lenguaje para convertirlo en un género
de cobra dietas y paga favores.
Más
allá del fondo donde sisean los reptiles. Cruzando el páramo de la mediocridad
y el siseñor los andaluces hacen suyo el madrugón y el trasnoche para construir
su futuro. Un futuro que crece bajo plástico, que bulle en la almadraba, que se
decanta en los aceites, que tiene el color de la fresa y el chispeo de los
electrodos en las planchas de acero que serán aviones o buques. Futuro que
cuelga del sol en los litorales mediterráneos a la espera de ser limpiados del
sarpullido hormigonado. Sierras y bosques que atesoran oscuros verdes y negros
plomos.
Esa
es la Andalucía
del siglo XXI. La que se busca la vida con la que está cayendo y quiere se
abran las ventanas para que entre el aire y el eres pase a ser fuiste.
Andaluces
que somos más que un latiguillo para iniciar un discurso o una promesa. Gente
que busca su identidad con el trabajo diario y que demostró el 4 diciembre de
1977 el estar muy por encima de sus dirigentes, algo que hoy todavía no ha
cambiado a tenor de lo que ven los andaluces en sus campos y en sus mares cada
día. Campos y mares que necesitan, sobre todo en días como éste, que se llenen
de poetas que le canten a la esperanza.
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