Artículo publicado en el programa de las Fiestas de Bailén de 2019
Se
me viene a la memoria, así de sopetón, que en aquella época todos los niños éramos
orejones y con las piernas de palillo. Aún te obligaban a usar pantalón corto y
cortarte el pelón a tazón, haciendo el guardabarros a las orejas como en las
vespas, para que el pelo no se te montara por las orejas y te durara más. Te
pelaban un par de veces al año: para Semana Santa y para el verano. Alguna más
si hacías la comunión o si se casaba alguien cercano y había que ir de boda. En
las barberías usaban linimento Floyd y un jaboncillo que te ponían en los
cortes si se colaba la navaja. También había periódicos como el AS. Ahí veíamos
nuestra primeras tías cachas en la página 2 y la revista el Ruedo. Los barberos
o sabían de toros y de fútbol o se morían de hambre. Daban unas perras o fichas
para pedir número o la vez.
También
había una colección de estampas que se llamaba Vida y Color con muchos dibujos
de animales, plantas y otras cosas científicas. Lo promocionaba un tipo que iba
de escuela en escuela. Te regalaban el álbum para que te engancharas a comprar
sobres de cromos en el kiosco de Paco. El mismo tipo que vendía los Vida y
Color luego se pasaba por las casas para vender, a plazos, la enciclopedia Larousse
o la Sopena. Sus
tomos adornaron el mueble bar de millones de hogares. Había ediciones en
diferentes tonos para hacer juego con los muebles y las cortinas.
En
el Bailén de los setenta la afición al fútbol comenzó a convertirse en fiebre.
Al inicio de cada liga sacaban unos álbumes para coleccionar a los equipos que
jugaban en primera división. Yo me acuerdo de Barrachina en el Elche o de Pujol
en el Barça. Este salía con los ojos cucaos porque le daba el sol en la cara.
Su estampa era de las más repetidas junto con Grosso, Gento, Gárate o Iribar.
El que nunca salía era Cruyff. Cuando llegó al fútbol español fue una
revolución su cromo lo cambiaban por 20 repes en mi calle. A mí nunca me salió.
Aprendimos lo que eran los oriundos y a hacer pegamento casero con harina y
agua. Con esas gachas pegábamos los cromos porque casi nunca teníamos para
comprar Imedio que era un pegamento que se comía mi vecino y se ponía muy
tontorrón. Le gustaba oler cola de carpintero. Era un caso
En
los talleres nos regalaban pegatinas de Wynn´s un lubricante que poníamos en
las barras de las bicicletas. Luego salieron a la venta las motoretas con el
manillar subío como las motos americanas. Pero esas costaban demasiado para lo
que se acostumbraba en mi barrio. Éramos más de BH con frenos de varilla y
portamaletas atrás.
Aprendimos
a sufrir con los pantalones largos lo que picaba el cheviot. Un nuevo tejido
que hizo furor y que raspabas, y de qué manera, las entrepiernas. También se
pusieron de moda las camisas de terlenka que decía la tele que no hacía falta plancharlas.
Eran tan tiesas que un día casi me saco un ojo con el pico del cuello. También
usábamos zapatos Gorila de color marrón, de regalo en la caja iba una pelota
pequeña, que te duraban hasta que no te cabían los pies dentro. No se rompían
jamás. Las zapatillas de deportes eran de lona y marca la Tórtola y las camisetas
eran de propaganda de Pinturas Plásticas de la Chica o Talleres Bailén, expertos en la marca Pegaso.
La
música la escuchábamos en la radio a pilas a la que se le podía enchufar un primitivo
auricular, sólo servía para una oreja, que te sacaba la cerilla del oído y que
tenías que limpiar antes de ponértelo por si tu padre lo había usado para salir
de paseo. En una mano la radio y el carrusel deportivo en la oreja y en la otra
mi madre regañándole porque estaba loco con el fútbol.
Las
parejas tomaban vermú o Bitter Kas, ellas y ellos, botellines de cerveza con
patatas de bolsa
M
prima Ramoni tenía un tocadiscos, un Dual Bettor, en el que ponía los discos
que guardaba en un estuche de skai estampado con cuadros escoceses. Los discos
tenían dos canciones por cara y lo de tener Long Play ya era un lujo. La tapa
del tocadiscos era el altavoz y se enchufaba a la luz, de 125, a través de un elevador
para que pudiera funcionar.
En
aquella época la tensión no era de 220. Tanto es así que cuando empezaron a
llegar más electrodomésticos a la casa había que tener cuidado para no
quemarlos. Por detrás tenían una palanquita para seleccionar la tensión
adecuada: 125 ó 220
En
el kiosko de Kubalita o en el de Pedrito el de las Pipas vendían los “Cancioneros
Modernos” que traían las letras de las canciones de éxito. Estaban impresas en
colores chillones y el papel de dentro era áspero y se ponía enseguida de color
amarillo. Todavía en esos años se compraban discos y los que se apañaban un
radiocasete, con micrófono incorporado, lo ponían enfrente del altavoz del
tocadiscos para grabarse cintas. Mi amigo Juan Tomás y yo teníamos un truco:
echábamos una toalla por encima mientras grabábamos para que no se nos metiera
el eco de la habitación. Éramos muy afortunados ya que su primo Juan nos dejaba
hurgar en su colección de elepés. Tenía lo mejor de lo mejor. Cantidad y
calidad. Desde aquí le mando un saludo y las gracias por habernos dejado
escuchar por primera vez tantos discos que ya son míticos.
Luego
se popularizaría el Discoplay y en lugar de ir a Simago o a Pioneros a comprar
una cinta o un disco los pedíamos por catálogo y la oficina de correos siempre
estaba llena de paquetillos musicales. Ahora ya nadie compra música. En el
teléfono tienes acceso a millones de canciones. Antes tener veinte o treinta
discos ya era casi heroico. Por eso grabábamos regrabábamos y descubrimos que
era la íntima relación que llegaron a tener las cintas de casete y los
bolígrafos BIC
Si
tenías tele en casa el mando a distancia eras tú: niño sube la voz, niño baja
la voz, niño apaga la tele. No había nada más que dos canales y la UHF apenas tenía cobertura.
Pero nos dejaba ver Ironside, ¡Es usted el Asesino? O Historias para no Dormir.
En
los setenta los sábados aún se iba a la escuela. Los sábados por la mañana te
daban pretecnología; lo que eran antes los trabajo manuales; y se empeñaban en
que cortaras tablillas con una segueta y una sierra de marquetería. Un fracaso
total.
En
aquella época lo de la obesidad era desconocido. Si pillabas un Boni o un
Phoskitos o un Pantera Rosa era de chiripa. No comíamos grasas insaturadas.
Teníamos un gordo. Uno. Un gafotas. No había economía para más. Yo creo que
estábamos enrrataos. Fumábamos cigarros que hacíamos con papel de estraza y las
galletas de coco las comprábamos sueltas si es que descuidábamos dos reales.
A
las madres siempre se les olvidaba comprar la carterilla y te interrumpían en
lo mejor del juego para que fueras a la tienda. Más te valía obedecer o las
zapatillas volaban como los misiles Phersing. Siempre daban en el blanco como
si tuvieran un sensor de movimiento.
Íbamos
al cine y luego contábamos las películas. Él, el protagonista siempre era el
bueno y el malo pues el malo nunca se quedaba con Ella, la buena.
De
estas cosas, y de otras que no puedo contar, me voy acordando mientras termino
de leer la carta que me invita a colaborar en el programa de Fiestas de Bailén
de este 2019, que en aquella época veíamos tan lejano y lleno de un futuro, que
en los próximos años se irá convirtiendo en memoria colectiva. Vendrán otros y
la dejarán por escrito en este libro que se nutre de las historias de sus
vecinos y sirve de depósito y memoria para saber cómo fuimos y cómo somos.
Hasta
el año que viene
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