Recuerdo
muy vívidamente el primer día que fui a la escuela. Lo de llamarlo colegio era
para otra cosa, para otras ciudades o para otros barrios. Tenía poco más de
seis años cuando me mandaron al grupo escolar que había en la calle María
Bellido y que se componía de tres o cuatro aulas de techos muy altos con
telarañas en los rincones y unos cuantos mapas amarillentos de extintas
geografías físicas y políticas. Aún no había entrado en vigor el asunto de la
gran reforma de la enseñanza en la gris España de los años sesenta en la que
los niños; como conejos por número e ingenuidad; deambulábamos por las calles
de unos pueblos que aún desconocían el asfalto y se abrían a pico y pala,
urgentemente, para el madreo de desagües y nuevas tuberías para que llegara el
agua corriente a los viejo grifos de cobre con fuerza suficiente. Grifos que
más que manar lloraban el agua con exasperante lentitud.
Lo
de la Enseñanza General Básica (EGB) aún estaba por llegar y todavía no se
habían quedado obsoletas las pizarras individuales ni los pizarrines. Aún me
sigue dando dentera el recuerdo del ruido áspero y chirriante que hacían cuando
se partían las puntas si apretabas más de la cuenta. Las escuelas tenían aulas
únicas y en ellas nos hacinábamos niños de todas las edades y de todos los
cursos. Gente de 6 años y otros ya adolescentes con barba y con más cuerpo que
sus padres.
Cómo
os cuento recuerdo mi primer día de escuela cómo si fuera ayer. Todavía me veo
subiendo la rampa que daba entrada a la escuela con otros dos chavales del
Barrio Nuevo, los tres juntos y más asustados que una gacela bebiendo agua
entre cocodrilos. Íbamos apretujados. Hombro con hombro. Sin perder el contacto
entre nosotros y tan acogotados que los tres nos sentamos en un pupitre en el
que sólo cabían dos. Nos aterrorizaba quedar separados después de haber crecido
juntos en las mismas calles y jugar en la misma plaza de El Cantarico. Ya se
sabe que se tiene miedo a lo que no se conoce y aquel día lo único familiar
para aquellos tres chavales eran ellos mismos. Imponía aquella enorme
habitación que olía a raspaduras de lapiceros, polvo de tiza, restos de viejos
libros y a la humedad que alimentaban las goteras, desde el techo, y desde el
suelo un viejo pozo que se habría en la mitad del patio custodiado por una
feraz higuera. Un enorme árbol que servía de descansadero en las largas mañanas
del mes de junio.
Más
allá de las frondosas ramas se levantaba una tapia encalada que daba a una
huerta ya desaparecida y que bebía de la riqueza acuática de aquel rico
subsuelo que se filtraba a poco que lloviera en aquellos inviernos y otoños
musgosos de largos temporales en los que el verdín se adueñaba de cervigueras y
poyetes. Justo enfrente había otro muro que servia de separación entre el patio
de los niños y el de las niñas. Abajo, en el centro del paredón, había un
desagüe a ras de suelo, que los más granados de la escuela usaban para hacer
colar mensajillos escritos con letra nerviosa y en el que ponían la oreja para
escuchar la cantarina risa de aquellos seres tan lejanos y desconocidos del
sexo contrario.
Pero
ya os cuento que nuestra preocupación, el primer día de escuela, no era todavía
el de pasar papelitos de una tapia a otra o el dar punterazos al balón para que
terminará escapándose por las tapias y así, con el permiso del maestro, poder
salir de la escuela a buscarlo y de paso escaquearse un rato porque el mérito
era conseguir salir, en horario lectivo, de entre las paredes de la
escuela. Juan, Antonio y yo andábamos
encogidos como gazapos en aquellos enormes pupitres de madera oscura manchados
de tinta sin saber, literalmente, hacer la o con un canuto hasta que Don
Antonio el maestro se dio cuenta de la anormalidad de tener a tres niños
sentados en un pupitre para dos. Así que me levantó muy suavemente y me llevó a
la primera fila al lado de un viejo armario en el que había un motón de libros
y una apolillada enciclopedia ilustrada Álvarez. Se me vino el mundo encima al
estar sentado al lado de un chaval que debería tener más barba que mi padre
pero los niños, por mucho que ahora digan que si sí o que sí no, tienen la piel
dura y al poco tiempo, como yo era un tirillas, me las ingenié para caerle bien
a los más brutos de la clase contándoles cuatro historias que se iban
ocurriendo sobre la marcha.
Así
fueron pasando los días y con ellos las experiencias y fuimos aprendiendo a
leer a escribir y a relacionarnos con un entorno que ya nada tenía que ver con
la comodidad de la casa y del confort familiar. Pasamos de ser los niños chicos
a ser uno más en la vida de ahí afuera. No se me daba mal lo de la lectura y
eso me dio cierto estatus de repelenteniñovicente pero cómo usaba unas botas
ortopédicas por mis pies planos no solía caer mal y sobreviví más bien que peor
a aquellos primeros días de escuela.
Tenía
por aquel entonces Bailén un color desvaído, como roto y gastado en los que el
único alboroto era el de los cientos de niños, luego conocidos como los del
babyboom, los que daban alegría a unas calles que más que calles parecían
patios de juegos y en los que, en lugar de coches y motos, se tenían que
esquivar mulos y borricos que eran abundantes en aquellos tiempos en los que se
iba a la escuela cargando con una cartera de plástico que imitaba al cuero y
que, si te descuidabas y se quedaba demasiado tiempo al sol, se volvía
blanducha y perdía el falso color marrón.
No
era cosa rara que las carteras y jerseys se usaran, con un par de piedras o dos
ladrillos, como mojones para marcar las porterías en los improvisados campos de
fútbol que se instalaban con tan sólo un balón de cúrtix y tres o cuatro
chavales con ganas de no aburrirse mientras las chimeneas de los tejares
humeaban alegremente con las decenas de hornos continos y la carga y descarga
del material incesante, incansablemente, sin parar sin detenerse hasta que
llegaba el invierno.
El
zumbido de los motores de las cintas transportadoras de los tejares y el rumor
del tráfico de La General en la lejanía ponía banda sonora a aquellos días en
los empezábamos a estrenar tantas cosas y en las que el futuro era un libro por
escribir aunque muchos teníamos capítulos ya redactados. Aprender las cuatro
reglas, leer y escribir de manera razonable y legible y luego al tejar a ganar
unas perricas. Todos lo niños lo teníamos asumido lo de ponerse moreno en
Bailén no era asunto de irse a la playa o al remanso de La Cubana en el Río
Grande. El moreno se conseguía a base de doblar la espina en algunas de las
fábricas de ladrillos o de cerámica artística. Ladrillos o alfarería. Bailén es
un pueblo hecho de barro y con esa misma arcilla se fue moldeando su gente en
una suerte de comunión colectiva que terminó por romperse no hace mucho tiempo
cuando la tremenda crisis económica asoló la potente y moderna industria de
cerámica estructural que se había levantado a orillas de la Nacional IV, el
viejo camino Real del que terminaron por alejarlo en los nuevos trazados que
dibujaron por detrás de las lomas que circundan este pueblo. Un pueblo en el
que se trabaja y mucho. Un trabajo duro y pesado como una losa. Las cinturas y
espaldas de los que vivieron aquella época podrán corroborarlo y se existe el
concepto de enfermedad profesional es porque empezó a describirse entre los
bailenenses. Apenas existían máquinas y todo se hacia a pulmón, a sangre.
Cargar los hornos. Sacar los ladrillos aún ardiendo casi incandescentes. Cargar
camiones a pulso. Rejalar. Poner. Mover. Empujar. Sudar. Levantar. Bajar.
Quitar. Y así día tras día.
Una
tarea de hombres que no pocos niños terminaron haciendo. Las necesidades de la
familia mandaban y la mayoría de los que coincidimos en las escuelas de la
Carrera terminamos trabajando en una fábrica de ladrillos. Unos antes otros
después. Unas más otros menos. El destino era empujar una vagoneta llena de
ladrillos y arrimar el hombro a la economía doméstica en unos tiempos en los
que la tele, el frigorífico, la lavadora o el ventilador eran asunto de mucho
lujo y más letras.
Lo
que me lleva de nuevo a las escuelas de La Carrera de las que salí para
continuar en los cursos siguientes en las del Barrio Nuevo, 19 de Julio y las
del Campo Fútbol (los más viejos del lugar ya sabrán de qué grupo escolar les
hablo). De aquellos años tengo numerosos recuerdos de compañeros de pupitres,
de patio de colegio y de los maestros; algunos con más fortuna que otros,
fueron pasando por mi vida. De la mayoría tengo un gratísimo recuerdo y les
quiero agradecer que inculcaran en mí la pasión por los libros y por adquirir
conocimientos. Maestros, sería injusto dar nombres por si me olvido de alguno
(ellos ya saben a los que me refiero si están leyendo esto). Gente tan
comprometida en desasnarnos y en abrir las ventanas; las físicas y las
figuradas, para que entrara el aire en las aulas y en las calles de un país que
aún seguía lastrado por terribles historias de color ocre y sangre. Eran
maestros y también alguna maestra, poco a poco lo de la segregación escolar se
iba diluyendo, que creían en su trabajo y que iban más allá de lidiar con unos
cincuenta (sí, cincuenta o más en cada clase) preadolescentes encerrados desde
las nueva hasta la una y desde las tres a las cinco en el mismo sitio. Una
caldera de hormonas en ebullición. Maestros que iban más allá de las aulas y
que se implicaban, si era necesario, en mediar en los problemas domésticos o familiares.
Maestros
que no podían sujetar las lágrimas cuando tocaban a la puerta en mitad de una
clase y llegaba un adulto a por tal o cual alumno porque le habían buscado
colocación porque ya tenía cuerpo de ganarse el jornal. Maestros que con infinita
tristeza recogían del pupitre los plumieres y trozos de goma y un par de
arrugadas libretas a las que jamás regresaría su dueño a recoger.
Maestros
a los que se les rompía el corazón cunado pasaban lista por la mañana a primera
hora y entre presente y presente alguien respondían: está con el tejar con su
padre; que me ha dicho que ya no va a venir más.
Recuerdo
muy vividamente el primer día que fui a la escuela y cómo de repente te
convertías en adulto
Antonio
Agudo Martín.
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